Fernando Franco Jubete

Guarda de caza era una profesión que tuvo su demanda en el medio rural, para el cuidado y vigilancia de los cotos de caza de montes públicos, términos municipales y fincas privadas, hasta los años ochenta del pasado siglo XX. Los buenos guardas, a los que no se les escapaba un furtivo, estaban muy valorados y se los quitaban unas sociedades de cazadores a otras. Crescencio Sandino fue un buen guarda, que ejerció desde el comienzo de los años 40 a los 70, y supo buscarse la vida paralelamente, prestando diversos servicios y creando pequeños negocios en torno a la caza, los cazadores y los propietarios de fincas. Criaba perros de caza y guarda, hurones, gallinas ponedoras, gallos de corral, descastaba conejos, organizaba ojeos, sembraba lentejas y garbanzos y daba de comer, los productos que producía y cazaba, en su casa o en la de cualquier finca a los cazadores. Con su mujer Tirífila del Río, que cocinaba divinamente y preparaba almuerzos, comidas o meriendas para el que se lo pidiera, y sus hijos, que colaboraban en todas las actividades, anticiparon el éxito que podía tener el turismo rural en nuestra tierra, sólo a base de promover un entretenimiento autóctono y la buena gastronomía, establecida sobre nuestros productos y el recetario de nuestras abuelas.        Tirífila, que había aprendido la cocina de su abuela Casdoa y de su madre Perseveranda (la santa del día que nacieron y la hoja del calendario del Corazón de Jesús tienen la culpa de sus nombres de pila, yo sólo los transcribo) acabó especializándose en la elaboración de escabeches de caza, porque Crescencio y sus hijos cazaban tal cantidad de conejos que no encontraban salida comercial en crudo y supo encontrarla elaborándolos. Así es que, Tirífila, acabó escabechando a demanda de cazadores y propietarios de fincas codornices, perdices, palominos, conejos, liebres, gallos de corral y lo que se terciase porque, como afirmaban sus devotos consumidores, eran unos escabeches poco ácidos y con todas las virtudes de los mejores guisos.

Pero la historia de la pequeña y pionera empresa familiar de catering y organización de eventos rurales, de hace cincuenta años, de Crescencio y Tirífila se ha trasmitido en mi familia por una anécdota que recordamos y nos hemos trasmitido oralmente, porque la contaba con detalle y mucha prosopopeya Luis Velasco, un pariente vividor, tragador, cazador y agricultor, cuando no tenía otra cosa que hacer. Luis explicaba que puso un anuncio en El Diario Palentino indicando: “Compro perro mastín para guardar finca”. Entre las cartas que le llegaron, ofreciéndole el perro de guarda, recibió la de Crescencio, “hombre que se consideraba singularmente culto”, porque había estudiado de niño en el seminario, y al que conocía sobradamente por sus vivencias cinegéticas. Crescencio le invitaba a cazar “innúmeros conejos con bicho con sus acompañantes y a cocinarle la Tirífila unas lentejas pardinas estofadas elegantes y unos conejos escabechados sublimantes para colmar la disfrutación del día”. Pero el párrafo en el que Crescencio se refería al perro mastín que le ofrecía decía lo siguiente:

“El perro es ferócido de nación, lo que pasa es que está madurable entadia y el tericio del frío le impide el ladro. Pero hiciéndole coger un poco de asquerosidad hacia las personas indudables no hay naide que satreba a cruzar el pretil del portón de su casa”

Luis Velasco contestó a la carta de Crescencio aceptando la invitación y comprándole el perro pero advirtiéndole que “como sigas utilizando tu prosa panegírica y metafórica tan clarividente para la venta de tus perros, se van a hacer viejos en tu casa”. El perro fue muy tranquilo de día y ferócido de noche, como todos los mastines, gracias a los gansos, con los que convivía el perro en el corral, que le despertaban con sus graznidos en cuanto oían cualquier ruido. Murió de viejo en casa de mi abuela cumpliendo la palabra de Crescencio, “naide satrevió a cruzar el pretil del portón de la casa”.

LA RECETA DE CONEJO ESCABECHADO DE TIRÍFILA

El conejo o los conejos pueden ser caseros o de monte, porque la receta sirve para uno o un ciento. El de monte de verdad suele ser mucho más sabroso y aromático, que son los que Tirífila cocinaba, porque los de casa los despreciaba por ser “tan blancuzcos e insípidos”. Una vez limpio el conejo tire la cabeza con sus dientes prominentes o resérvela para otro guiso, si alguien es capaz de comérsela en su casa. Su presencia en el escabeche y sus jugos crudos, porque no hay quien consiga freírla sin contaminar el aceite, estropean el guiso y solo su vista provoca el rechazo de algún potencial comensal o “comensala”.

Sale el conejo por ambas caras y déjelo reposar un par de horas, por puro trámite culinario y porque lo aconsejaba mi abuela. Lo trocea a continuación en ocho trozos (las cuatro patas y en cuatro el cuerpo) para sofreírlo -¡sin harina!- en aceite de oliva virgen extra abundante sin que llegue a dorarse pero bien frito, porque si alguna parte se queda cruda estropea el escabeche en pocos días. Va colocando el conejo en la olla en que lo va a guisar. En la misma sartén con el aceite de sofreírlo incorpora dos zanahorias en rodajas y una cebolla en juliana que sofríe brevemente para incorporar a la olla en los diez últimos minutos de cocción. Añade a la olla el aceite de la fritura, 100 ml de vino blanco añejo (preferiblemente de Serrada), dejando evaporar el alcohol, y 50 ml de vinagre de Jerez. Cubre con  aceite de oliva virgen extra (en total el triple de aceite que de vino y vinagre) añadiendo las hierbas y especias, tres hojas de laurel, una rama de tomillo, diez granos de pimienta negra y cinco de clavo y pone a hervir a fuego muy lento unos cuarenta y cinco minutos o hasta que esté tierna la carne del conejo comenzando a separarse del hueso.